«Caí de 6000 metros y estoy vivo”, la increíble historia de Nicholas Alkemade.

Pintura de un paracaidista cayendo de una avion en llamas

A 7000 metros de altura, la torrecilla superior de un bombardero Lancaster es un lugar frío y solitario, separado del resto de la tripulación por dos puertas y 11 metros de fuselaje. Es un hueco estrechisimo, en donde a penas cabe el artillero vestido con su voluminoso traje de aviador. No hay espacio ni para el paracaídas, de modo que solamente lleva puesto el arnés.

El paracaídas se guarda en el fuselaje principal, a un metro de la segunda puerta y separado de los pertenecientes a los otros miembros de la tripulación. En caso de emergencia, el artillero tiene que salir de la torrecilla, tomar el paracaídas, engancharlo al arnés, y saltar, confiado en que la antena de radio que va más atrás no lo parta en dos. El puesto de artillero de cola se considera en la RAF como «ocupación peligrosa».

En la noche del 24 al 25 de Marzo de 1944, acercándose nuestro Lancaster a Berlín, podíamos ver los largos haces de los proyectores luminosos que exploraban el espacio. Al aproximarnos más, percibimos las señales rojas y verdes dejadas previamente por nuestros aviones de reconocimiento para guiarnos. Cuando uno tras otro principiaron los aviones a dejar caer sus bombas, centenares de fuegos artificiales hicieron erupción debajo de nosotros: incendios dorados, deslumbradoras explosiones rojas y blancas, fogonazos anaranjados de las piezas antiaéreas.

Nos llegó el turno. Soltamos nuestra bomba explosiva de 1800 kilos y tres toneladas más de bombas incendiarias. Después, en medio de los rayos oscilantes de los proyectores, giramos para dirigirnos a nuestra base, muy atentos, eso sí, al peligro de los aviones alemanes.

Yo los veía actuar a distancia. De ellos partían destellos de luz blanca que a veces hacían estallar una gran bola de fuego roja y anaranjada, la cual describía un arco en el cielo para ir a morir a la oscura tierra.
Eso indicaba que habían acertado a algún Lancaster y varios camaradas míos ya no volverían a su base.

Volábamos sobre el Ruhr, cuando de pronto una serie de choques poderosos sacudieron nuestro avión de uno a otro extremo; después se oyeron dos truenos terribles al estallar dos granadas en la base de mi torrecilla. La cubierta de plexividrio se hizo pedazos y desapareció. Uno de los fragmentos grandes me hizo una larga herida en la pierna derecha.

Afortunadamente mi torrecilla había estado vuelta hacia atrás. Incliné con rapidez las ametralladoras y miré hacia afuera. A no más de 45 metros de mí se veía el borroso contorno de un Junkers 88. Su frente mostraba una línea de fogonazos blancos al ametrallar a nuestra herida máquina. Apunté a quemarropa y apreté el gatillo de las cuatro ametralladoras Browning 303. Dispararon simultáneamente y el Junkers fué traspasado por cuatro chorros de brillantes proyectiles. Viró alejándose, con su motor izquierdo en llamas. No me detuve a ver que le ocurría; estaba demasiado preocupado con mi propia suerte.

Chorros de combustible en llamas salìan de nuestros depósitos y pasaban frente a mí. Por el teléfono pretendí informar al capitán que la cola del avión estaba en llamas, pero él me interrumpió diciendo: «No podemos esperar más tiempo, muchachos. Tienen que saltar. ¡Salten! ¡Salten pronto!.»

Un dilema mortal

Abrí a codazos la puerta de la torrecilla situada a mi espalda, luego me volví y abrí también la del fuselaje. Entonces, horrorizado, me encontré ante una hoguera gigantesca. El humo y las llamas se precipitaron hacia mí. Ahogándome y a ciegas, me refugié en mi torrecilla. Pero ¡tenìa que recoger el paracaídas! Abrí otra vez la puerta y me lancé en su busca.

¡Era demasiado tarde! La envoltura se había quemado y la seda, antes estrechamente comprimida, iba saliendo pliegue por pliegue, desvaneciéndose en llamas. De regreso nuevamente en la torrecilla, reflexioné un instante. Apenas cumplidos los 21 años de edad, me sorprendía el fin del mundo. El aceite del sistema hidráulico se había inflamado y las llamas me quemaban la cara y las manos.

De un momento a otro el avión, condenado al desastre, podía estallar. ¿Debería soportar este infierno y asarme en él, o sería mejor saltar del aparato? Si había de morir, era preferible acabar pronto sin dolor. Rápidamente hice girar la torrecilla hasta una posición de través, abrí la portezuela y desesperado me dejé caer en la oscuridad de la noche.

¡Ah, que bendito alivio alejarme de ese fuego abrasador! Pude sentir la grata impresión del aire frío sobre la cara. No experimentaba sensación alguna de caída. Era más bien como si descansara en una nube de aire. Mirando hacia abajo, vi a mis pies las estrellas. «Seguramente estoy cayendo de cabeza» pensé.

Si esto era morir, la muerte no era cosa de temer. Solo sentía tener que irme para siempre sin decir adiós a mis amigos. Nunca volvería a ver a Pearl, la novia que había dejado en mi pueblo. Y el Domingo siguiente me hubiera correspondido salir franco. Después, la nada. Seguramente perdí el conocimiento.

Poco a poco fui recobrando los sentidos. Primero me di cuenta de un resplandor sobre mí, que gradualmente se convirtió en una porción de cielo estrellado. Esta aparecía enmarcada en una abertura irregular, que finalmente resultó ser un claro en el ramaje entrelazado de unos abetos. Al parecer descansaba en un colchón de maleza y nieve.

Hacía un frío intenso. La cabeza me pulsaba y sentía un terrible dolor en la espalda. Me palpé todo el cuerpo. Vi que podía mover las piernas. ¡Estaba entero! En medio de mi absoluto asombro, una plegaria de agradecimiento brotó de mis labios. «¡Gracias Dios mío!» exclamé.

Traté de incorporarme, pero el dolor era muy grande. Estirando la nuca, pude ver que mis botas de aviador habían desaparecido y que mi ropa estaba quemada y hecha jirones.

Principié a sentir temor de morir congelado. En el bolsillo de mi chaqueta encontré, bastante torcida, la caja de cigarrillos y el encendedor. No les había pasado nada. Al encender uno me di cuenta de que mi reloj no se había parado. Sus manecillas luminosas marcaban las 3:20; había sido cerca de media noche cuando las balas hicieron blanco en nuestro avión.

Atado al cuello tenía el silbato que debíamos usar para mantener el contacto con los demás tripulantes en caso de que el avión tuviera que descender en el mar. «Hoy no me pesaría ser hecho prisionero de guerra», me dije. Principié a tocar el silbato a intervalos. Me pareció que pasaron muchas horas hasta que oí gritar a lo lejos «HOLA».

Seguí pitando y los gritos de respuesta fueron acercándose. Por fin descubrí las luces de unas linternas eléctricas. En seguida vi unos hombres y algunos muchachos de pié junto a mí. Después de quitarme los cigarrillos, dijeron refunfuñando: «raus! Heraaaus!» (levántate). Cuando vieron que no podía hacerlo, me pusieron sobre una lona y me arrastraron así por un pastizal helado hasta una cabaña. Allí una señora anciana, con la cara curtida pero bondadosa, me dió el mejor ponche de huevos que jamás he probado.

Mientras permanecía en el suelo, oí el ruido de un automóvil que se detuvo afuera. Dos hombres vestidos de paisanos entraron ruidosamente en la habitación. Me miraron de pies a cabeza. Después, en absoluto indiferentes a mis dolores, me obligaron a ponerme de pie y me metieron en el automóvil. En el trayecto al hospital, me pareció como si el coche cayera de propósito en todos los baches del camino.

Me tuvieron mucho tiempo en la sala de operaciones. Solo después supe la extensión de mis lesiones: piernas abrasadas, luxación de la rodilla derecha, punzada en la cadera producida por una astilla, torcedura de la espalda, ligera contusión en la cabeza y profunda herida en el cuero cabelludo; además quemaduras de primero y en segundo grado en la cara y en las manos. La mayor parte de estas lesiones las sufrí antes de abandonar el avión.

Luego de un largo interrogatorio de boca de un oficial de la Luftwaffe, quien me interrogó durante tres días seguidos, me reuní con el Comandante de la Luftwaffe de esa zona Dulag Luft, quien me felicitó por la proeza de caer de 6000 metros. Acto seguido me llevaron a un recinto en donde se hallaban unos 200 aviadores prisioneros.

Se me hizo ponerme de pié en un banco. Después un oficial de la Luftwaffe relató la hazaña.

Aquello fué un pandemónium. Se olvidaron nacionalidades. Me ví estrujado por franceses, alemanes, ingleses y norteamericanos, que me estrechaban la mano, me hacían preguntas a gritos, y me obligaban a aceptar el obsequio de un cigarrillo o de una tableta de chocolate.

Después me entregaron un papel firmado durante la demostración por el oficial inglés de más alta graduación, quien había copiado la relación autentificada por los alemanes y la había hecho firmar también por los dos suboficiales británicos de mayor antigüedad. No es más que un pedazo de papel, ahora descolorido, pero siempre será el documento de que más me enorgullezco.

Dice así: «Dulagt Luft. Se ha investigado y comprobado por las autoridades alemanas que la afirmación hecha por el sargento Alkemade, 1431537 RAF, es verídica en todos sus detalles, esto es, que se arrojó desde una altura de 6000 metros sin paracaídas y llegó al suelo sano y salvo; su paracaídas se incendió en el avión. El sargento Alkemade cayó sobre una gruesa capa de nieve en medio de los abetos«.

Esta es la historia de Nicholas Stephen Alkemade (1922-1987) fue un sargento británico de la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial, que sobrevivió a una caída de 6.000 metros sin paracaídas, luego de saltar de un Avro Lancaster, durante una misión sobre Berlín, un día como hoy pero de 1944.

Despues de estar en el campo de prisioneros, fue liberado en mayo de 1945. Tras su desmovilización, trabajó en una planta química donde sufrió diversos accidentes como la caída de una viga metálica o una descarga eléctrica que lo lanzó a un pozo de cloro donde estuvo inmerso durante una hora.

Nicholas Alkemade murió el 22 de junio de 1987 por causas naturales.

REVISTA SELECCIONES, OCTUBRE DE 1958.


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